martes, marzo 31, 2009

El ladrón de melodías (VII)

Mis lecturas hicieron de mí un experto conocedor de la mitología clásica, pero nunca había escuchado nada así. Impresionado por aquella leyenda, me sulfuraba no comprender qué significaba la parte inferior del manuscrito. Opté por ser prudente y no divulgar mi hallazgo, e hice bien, porque al poco tiempo me di cuenta de que aquellas palabras indescifrables señalaban, en realidad, partes de obras de la antigüedad.

Había un total de diez obras, con una breve explicación junto a cada una de ellas que debía ser supuesta, ya que estaba formada por frases inconexas e incomprensibles a primera vista. Finalmente, comprendí que aquella explicación podía hacer referencia al fragmento de la obra que al sabio monje le interesaba señalar. Una de las obras era, precisamente, las Metamorfosis de Ovidio –y de ahí, supongo, que encontrase el manuscrito en el interior de este libro. La explicación estaba formada, entre otras, por estas palabras: “Apolo”, “Jacinto”, “flor”, “no hay vergüenza”, todas en latín. Fascinado, leí con atención la obra y subrayé las palabras que coincidiesen con estas anotaciones. Me desanimé al comprobar que muchas de las partes del libro quedaban subrayadas sin un criterio aparente. Entonces decidí fijarme en aquellos lugares en los que estas palabras apareciesen más cerca la una de la otra. Tras una selección, me quedé con cuatro posibles párrafos, de los cuales descarté dos por insignificantes. Al final escogí el único donde se mostraba una localización geográfica, que apunté en un mapa.

Comprendí que debía hacer lo mismo con todos los libros que figuraban en el manuscrito. Ninguno de ellos fue tan fácil como la primera obra. Muchas veces me preguntaba si lo que estaba haciendo tenía algún tipo de sentido o era una pueril pérdida de tiempo. Me animó el hecho de que siempre encontraba partes del texto donde las palabras coincidían con las citadas, estaban más o menos cerca e incluían un lugar concreto en el mapa, que procedía a anotar.

Me di cuenta del secreto que podía contener aquel manuscrito: el lugar exacto donde estaba oculto el desconocido templo de Apolo. La posibilidad de encontrarme en el camino correcto me empujó a no ceder en mi esfuerzo. Poco a poco el mapa contenía más puntos de localización. Pero no fue tan fácil. Muchas veces tenía varios puntos para una sola obra porque en más de un párrafo había proximidad entre las palabras señaladas y se incluía una localización. Además, no encontraba ediciones realmente antiguas de determinadas obras que, por lo tanto, podrían haber llegado a la versión moderna modificadas o distintas a las referencias que había empleado el monje delator.

Fue un trabajo muy arduo y en el que tuve que invertir mucho tiempo y dinero. Me convertí en un habitual de las subastas de bibliotecas, de las convenciones cartográficas y de las conferencias sobre lenguas antiguas. Y me veía obligado a ser rápido, porque cualquier otra persona podría haber llegado al secreto. Imaginé muchas veces que tenía entre mis manos el papiro de Apolo y que de él extraía infinitas canciones que me convertían en el mejor músico posible, en un fabricante de melodías celestiales que permitían a las personas abrazar los secretos de los dioses.

Deseché cientos de mapas por inadecuados. Confiaba en que, una vez consultadas las obras y establecidos los puntos, la unión de todos ellos convergiese en un punto central que mostrara el emplazamiento del templo de Apolo. Según la leyenda, debía ser una playa. Y muchas veces me encontré con situaciones absurdas: puntos en pleno océano o en el polo norte. Además, estaba seguro de que no disponía de la edición adecuada de al menos cuatro de las obras, así que cuatro de los puntos, con toda probabilidad, eran equivocados. Cuando tú y yo nos conocimos, me encontraba en un estado de desesperación y bloqueo.

Vi la luz gracias a un tratante de libros que me consiguió lo que necesitaba, eso sí, por un precio bastante exagerado. Estaba tan cegado por mi objetivo que no quise reparar en medios. Los cuatro libros encuadernados que tuviste la oportunidad de ver –ediciones muy antiguas, dignas de cualquier museo importante, y con toda seguridad robadas– eran las últimas claves que faltaban en el enigma.

Durante aquellos días, apenas salía de mi habitación y no dormía más de una o dos horas. Tras repasar los cuatro volúmenes, identificar algunos errores muy importantes de traducción de las ediciones modernas y fijar al fin varios puntos nuevos más, logré, por el cruce de todos los puntos resultado de aquellos años de búsqueda, un emplazamiento posible y bastante verosímil: concretamente, en una de las playas de California. Llegué a la conclusión de que aunque el monje que con estos códigos camufló el lugar no pudiera, por lógica histórica, conocer el nuevo mundo, debía tener conciencia de un espacio mítico situado en nuestro planeta y que luego se revelaría como el continente americano.
CONTINUARÁ

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sábado, marzo 28, 2009

Wilsonesque

Por favor, no se pierdan la impresionante recopilación (una más) que Manolo Martos ha preparado en su blog:

Wilsonesque 2

Una colección de grandísimas canciones que toman como modelo al genio entre genios, y una fuente inapreciable de descubrimiento de sorprendentes grupos.

En breve, la séptima entrega de El ladrón de melodías.

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sábado, marzo 21, 2009

El ladrón de melodías (VI)

Aquí empieza la segunda parte del relato, de la cual ya no soy responsable. Hasta ahora he explicado lo que puedo asegurar como cierto y lo único que es posible comprobar, e incluso a pesar de sus momentos de misterio no deja de tener lógica dentro del mundo en que vivimos. Lo que viene a continuación llenará los vacíos de la historia que he contado, pero desde una perspectiva muy cuestionable o, incluso, alucinada.


Carta de Alejandro Navas


Discúlpame, pero tengo que pedirte que creas en todo que lo estoy a punto de contarte. Lo más fácil es que cuando leas esto, yo ya no esté. Ahora mismo tengo miedo e intuyo que mi final se acerca. Suponía que podía pasar algo así, pero nunca acabé de tomarlo en serio. Sólo había visto la parte amable del misterio. Escribo rápidamente estas palabras. Espero que al menos me dé tiempo. No me gustaría que todo lo que sé acabara conmigo. Va a ser difícil que me des algo de crédito, pero concédeme al menos el beneficio de la duda.

Lo que sabes de mí es mentira. Nunca he estudiado literatura clásica. Para mí nunca ha existido nada más aparte de la música. Antes de mi viaje a California, llevaba muchos años componiendo. Después de mis primeros fracasos, pensaba que tarde o temprano lo lograría. La práctica y la experiencia me conducirían hacia mi meta, que no era otra que escribir al menos una buena canción. Es duro ver cómo, después de infinitos intentos, de lo único que queda constancia es de la ausencia de talento. No me desanimé pronto. El paso de los años me hizo ser consciente de que nunca llegaría a nada. El mundo de la música no era para mí, al menos como partícipe.

Cualquier otra persona más voluble hubiera aceptado su fracaso sin más y se habría dedicado a otra cosa. Yo no buscaba otro tipo de realización. La música me gusta demasiado. Fui terco en mis decepciones. No podía hablar de mis mejores o peores canciones, sino en todo caso de las menos malas. Esto es duro cuando quieres ser alguien, cuando quieres utilizar el arte para descubrir a la humanidad verdades ocultas. Las canciones pop encierran secretos indescriptibles, mudos pero vibrantes. Yo sólo quería emocionar con mis canciones.

Aparte de la música, todo lo demás lo he tomado siempre como una afición. Incluso el resto del arte. Mi padre me contagió el gusto por la literatura clásica. Pero también acabé derivando estos conocimientos hacia el fin que realmente me interesaba.

La biblioteca de mi padre era muy extensa, llena de ediciones polvorientas y de manuscritos antiguos, comprados generalmente a muy buen precio en mercados callejeros. No había demasiado orden ni criterio, de modo que a veces era posible encontrar algo de valor entre una gran cantidad de papeles que no servían para nada. Antes de cumplir los veinte años, pasaba tardes enteras escudriñando entre los estantes, como un cazador de tesoros. Examinaba los textos y apartaba los que suponía más importantes, o que a mi parecer destacaban del resto. Mi formación al respecto era nula, de tal modo que frecuentemente sólo separaba los que estaban marcados con una fecha muy antigua o aquéllos cuyo contenido era peculiar o me resultaba interesante. De vez en cuando me molestaba en llevarlos a tasar y solía venderlos cuando el beneficio era razonable.

Sólo una vez no vendí un manuscrito de cuyo valor estaba absolutamente seguro. Porque entonces fue cuando se produjo la conexión con el mundo donde se concentraban mis auténticas obsesiones: la música. Lo había descubierto por casualidad, mientras ojeaba una edición del siglo XVII de las Metamorfosis de Ovidio. Entre sus páginas surgió un papel amarillento y frágil, resquebrajado por uno de los márgenes y lleno de palabras en latín, pero perfectamente legible a pesar de la caligrafía medieval. La letra estaba concentrada, como si su autor hubiese querido aprovechar al máximo el espacio disponible. Los números romanos que aparecían al final del papel indicaban que había sido escrito en mil cuatrocientos siete.

El manuscrito se dividía en dos partes. El párrafo de la parte superior era perfectamente comprensible. Explicaba una pequeña leyenda de la que hasta entonces yo no tenía noticia. Un poco más abajo una serie de referencias se alineaban una tras otra. En un primer momento no las comprendí, porque no seguían un orden sintáctico lógico.

En cuanto comencé a entender lo que se decía en aquel papel amarillento, me sentí absorbido por una tarea fascinante y que me ocupó por completo desde entonces. Supuse que su autor había sido un monje, un conocedor de fuentes ocultas y desaparecidas para la modernidad. Tras darme cuenta, con el paso del tiempo, de que todo encajaba tal y como se refería en el manuscrito, alejé de mí cualquier tendencia a considerar aquella búsqueda como un juego o entretenimiento.

Apolo, el dios de la música en la mitología griega y romana, pero también de la poesía, la medicina y la luz, fue retado por el pastor Marsias en un duelo musical. Los jueces de esta lucha fueron los habitantes del pueblo de Nisa. Marsias extrajo impresionantes sonidos de su flauta, pero el canto de Apolo logró provocar en el público duraderas lágrimas de emoción.

No importa que Apolo, como venganza por la afrenta, decidiera desollar a Marsias en lo alto de un árbol. Lo realmente interesante, y aquí es donde no llegan la mayoría de los mitos conocidos, es que Apolo, desterrado por su comportamiento cruel con el pastor, decidió ocupar el tiempo en una particular obra de arte. Apartado de todos, en una playa desconocida, decidió elaborar una tabla donde se expusieran todos los secretos del universo. Y para ello empleó el código que más conocía: la música. La tabla quedó plasmada en un papiro que contendría la sinfonía definitiva, un receptáculo de belleza inmortal que embriagaría todas las almas y acercaría a las personas a la grandeza de los dioses.

Apolo volvió del destierro, pero tras mucho pensarlo, y con los ánimos más calmados, decidió no poner aquel conjunto de conocimientos a disposición de los estrechos límites humanos. Sin embargo, orgulloso de su creación, tampoco se atrevió a destruirla. En un lugar desconocido de la playa en la que había pasado aquellos años de soledad, construyó un templo donde depositó el papiro. Para asegurarse de que nadie accedería a aquellos secretos, puso el templo y el papiro bajo la vigilancia de sus mejores discípulos. Apolo volvió al Olimpo, donde otra vez se encargaba de transportar el sol en su carro día tras día.
CONTINUARÁ

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domingo, marzo 15, 2009

El ladrón de melodías (V)

Volví a ver a Alejandro con las maletas una tarde de principios de agosto, un año después de su primera marcha. Se iba de nuevo a California. En ningún otro lugar, según me dijo, podría sentirse mejor para empezar a componer. Necesitaba aislarse, alejarse de entrevistas y conciertos. Las revistas ya adelantaban que su nuevo trabajo aparecería en septiembre. Y él no había escrito una sola canción.

Dos meses después tuvo lugar el cambio definitivo. Alejandro no apareció. Pero no se limitó a no volver a nuestro piso, donde su presencia ya era bastante casual, a pesar de que continuaba pagando las mensualidades. Por el contrario, desapareció para todo el mundo. La noticia corrió rápido y dio lugar a muchas especulaciones. Yo no dejaba de leer el periódico en busca de nuevas informaciones sobre el caso.

Al mismo tiempo, casi sin quererlo, me encontré con toda una serie de noticias bastante turbadoras en la agitación de aquellos días.

“Hemos decidido abandonar. No estamos inspirados y no nos salen las cosas. Lo mejor será que cada uno siga su camino. Hace tiempo que no logramos nada bueno.”

La frase está extraída de una entrevista donde el grupo californiano Gigolo Aunts, de forma insospechada, y un año después de la publicación de un gran disco –Pacific Ocean Blues– de canciones perfectas llenas de belleza y melancolía, anuncia su separación. La noticia pilló por sorpresa a quienes ya lo consideraban un grupo que iba a tener un gran alcance en los años venideros.

“Ya soy muy viejo. A veces no logro comprender cómo he podido crear todas esas canciones. Parece como si fueran ajenas a mí, ya que he perdido el modo de escribir otras semejantes. Prefiero ser honesto, así que no voy a componer más.”

Esta declaración venía acompañada de una fotografía de Burt Bacharach, con la mirada pensativa y amarga bajo su flequillo blanco. Uno de los mayores artífices del pop de quilates y de las melodías pluscuamperfectas y llenas de emoción se declaraba fuera del juego después de tantos años. Su obra permanecía, pero su público quedaba definitivamente desamparado.

Y por último:

“Estoy perdido. No sé quién fui. Creo que logré dar con el secreto, y eso está bien, tengo muy buenas canciones. He llegado lejos. Ahora es necesario que me centre y lo olvide todo. He disfrutado con el pop y lo he ennoblecido en lo que me ha sido posible. Antes creía que las canciones eran una forma de hablar con Dios. Más vale dejarlo cuando eres incapaz de comunicar nada.”

Lo escuché en la televisión, en una entrevista en la que Brian Wilson aparecía con la expresión divertida que lo caracterizaba desde que había empezado a salir de sus laberintos mentales. Decía estas palabras de manera despreocupada, casi irresponsable. Imaginé el efecto que esta declaración hubiera causado sobre Alejandro Navas, y entonces me di cuenta de que él también había desaparecido para la música. Era una víctima más del virus que asediaba implacablemente al pop.

Mi desconcierto se mantuvo lo suficiente como para que me resultase imposible encontrar una explicación más allá de las casualidades. Me sentía como el adorador de un dios cuyo culto estaba desapareciendo y cuyos seguidores eran aniquilados y estaban en vías de extinción.

La policía me hizo varias visitas, pero no pude ayudar en nada. Conocían el segundo viaje de Alejandro a California y, es más, les constaba que había vuelto y había alquilado un piso, también en el centro de la ciudad.

Poco después recibí una carta. El sobre era demasiado pequeño para el contenido que albergaba: varios folios doblados hasta la máxima compresión y escritos apresuradamente con la inconfundible letra de Alejandro. Cuando terminé de leerlos, pensé que quizá debía haber comentado a los agentes mis dudas sobre la salud mental de mi compañero.
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jueves, marzo 12, 2009

El ladrón de melodías (IV)

Había perdido de vista a Alejandro durante algo más de un mes, y ahora me resultaba extraño encontrarlo en una situación anímica tan poco usual en él. Se levantó del sofá y caminó hacia su habitación. Cambió la música.

–¿Qué tal en California?
–Estupendo, creo que es el mejor lugar del mundo. Dormía en un bungalow junto a la playa. No puedes ni imaginar la belleza de aquel mar. Me sentí muy inspirado, empecé a componer muchas canciones. Llené toda una libreta. ¿Y sabes que hice en cuanto llegué aquí?

Me senté en otro sofá, todavía confuso.

–Me esforcé y alquilé un estudio por horas. He grabado una maqueta y estoy seguro de que alguna compañía me la va a comprar. Son las mejores doce canciones que he compuesto nunca.

Yo no podía ser más escéptico ante sus palabras. Hasta entonces, su talento me había dado demasiadas pruebas de sus límites. Pero me gustaba la canción que estaba escuchando. El estribillo, hermoso y enérgico, fluía sobre unos arreglos de cuerda delicados, que emocionaban con una precisión asombrosa. El resto de la canción se amoldaba perfectamente al clímax, aunque con originalidad y equilibrio. Y no podía haber mejor voz para cantarla, a pesar de que jamás la había escuchado en otro contexto que no fuese un conjunto de ruidos pintorescos o unos acordes sosos y acoplados con calzador.

–¿Es alguna versión?
–No te infravalores. ¿Crees que un fanático del pop como tú no iba a reconocer una versión de una canción tan buena?

A lo largo de la noche escuché varias veces su maqueta, sin salir de mi asombro. Alejandro Navas había creado un brillante disco de pop. Durante cuarenta minutos, las doce canciones se entrelazaban sin dar lugar al aburrimiento o a la previsibilidad. Cada una era la prueba de un especial talento para forjar melodías. Efectivamente, daban la impresión de haber sido compuestas en la playa, en un especial estado de paz. Predominaban las guitarras acústicas, a veces las eléctricas –pero siempre en un plano muy discreto–, y un bajo y batería que se limitaban a marcar el ritmo adecuado en el momento idóneo. Los arreglos de cuerda eran muy sutiles y embellecían pasajes ya de por sí vibrantes.

Nunca hubiese creído que Alejandro fuera capaz de crear aquel mundo de belleza. Le felicité y expresé mi sorpresa. A los pocos días, una discográfica le propuso la edición del disco. En un mes la maqueta fue regrabada con mejores medios, pero mantenía su espíritu intacto. A finales de septiembre, Alejandro Navas ya era toda una revelación para los aficionados al pop más exquisito, un prometedor sucesor de Brian Wilson.

Por fin estaba viviendo su sueño. Apenas venía ya al piso, pues las promociones y los conciertos le mantenían muy ocupado. El éxito crítico había sido unánime, y como mucho se le podía recriminar su “clasicismo”, su apego a los clásicos del pop, aunque siempre reconociendo su extraordinaria habilidad compositiva. A veces topaba con alguna de las entrevistas que le habían hecho a raíz del éxito de su disco. Y aunque se había convertido en un músico brillante, casi nada de lo que decía Alejandro tenía demasiado interés. A excepción de una de las frases que repetía con más frecuencia:

“He pasado muchos años preguntándome sobre el secreto de las grandes canciones, estudiándolas, tratando de encontrar una explicación a la chispa que generan. Mis canciones son el resultado de esa búsqueda.”

Apenas lo vi durante aquel año. Las pocas veces que coincidimos, me habló de lo cansado que estaba y de las ganas que tenía de volver a componer.

–Estoy muy ilusionado con mi nuevo proyecto, pero aún no he escrito nada. Empezaré este verano. Y en septiembre ya estoy obligado a entregar un disco. Pero confío en mí mismo. ¿Recuerdas lo que le pasó a Brian Wilson después de grabar Pet Sounds?

Habíamos hablado de ello miles de veces. Después del disco Pet Sounds, de fama perenne, el líder de los Beach Boys se propuso crear el mejor disco de pop de todos los tiempos, una “sinfonía adolescente para Dios”, en sus propias palabras. No sólo no lo consiguió, sino que su carrera entró en un largo declive y su mente se perdió en la niebla de la locura. No se recuperaría hasta años más tarde.

–A mí no me va a pasar lo mismo. Te aseguro que voy a componer el mejor disco de pop que se haya creado jamás.

Alejandro lograba contagiarme su entusiasmo. Después de este tipo de conversaciones, deseaba escuchar enseguida su nuevo material. Su sorprendente debut hacía razonable esperar algo grande del segundo disco.

CONTINUARÁ

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lunes, marzo 02, 2009

El ladrón de melodías (III)

A las pocas semanas se produjo otro cambio. Una mañana, Alejandro llegó con un paquete. Lo puso encima de la mesa del comedor y lo abrió. El cartón desveló cuatro libros con una encuadernación que parecía antigua, de colores rojizos y apagados. Los llevó a su habitación y estuvo toda la tarde encerrado. Pasaron varios días. Las pocas veces que salía de la habitación se podía ver, detrás de la puerta entreabierta, una parte de su cama llena de folios con anotaciones. No me explicó nada. Una noche, mientras cenábamos, le hablé de cierta película interesante que acababan de estrenar. Le dije que podíamos ir a verla.

–Imposible. Ahora estoy muy liado con los exámenes.

Por las tardes, cuando volvía de la facultad, me encontraba con cientos de papeles desordenados sobre la mesa del comedor. Se trataba de escritos en griego clásico y latín, infestados de apuntes en los márgenes con la letra de Alejandro. Me convencí de que, realmente, mi compañero se encontraba en plena época de exámenes. Por lo demás, yo también estaba muy ocupado con los exámenes de medicina, así que no pude dedicar mucho tiempo a investigar lo que Alejandro podía traerse entre manos. Sin embargo, ciertos detalles despertaban en mí sospechas de todo tipo. A veces, entre sus folios garabateados, me encontraba con mapas desplegables a distintas escalas, de diferentes partes del mundo y de distintas épocas. Todos ellos estaban cruzados por líneas de bolígrafo obsesivas que parecían dibujar rutas. A pesar de todo, lo más preocupante tenía lugar por las noches. Mientras intentaba dormir, dando vueltas en la cama, acosado por el calor húmedo de la ciudad –estábamos a principios de julio–, empezaron a sobresaltarme los gritos de entusiasmo que profería Alejandro desde su habitación, a cualquier hora de la madrugada. Al principio sólo lo hacía de vez en cuando. Resultaba imposible no ver en aquellos estallidos una expresión de satisfacción, de la plenitud de haber alcanzado un objetivo.

Los gritos se incrementaron poco a poco hasta llegar a hacerse muy frecuentes en una sola noche. Además, el carácter de Alejandro era cada vez más taciturno, lo cual me hizo dudar seriamente de su estabilidad mental. Pensé en brotes de esquizofrenia y en alienaciones de la realidad. Y me temí lo peor cuando mi compañero no apareció por casa durante tres días seguidos. Estuve a punto de denunciar su ausencia a la policía. Cuando más peso había alcanzado esta determinación, Alejandro volvió. Llevaba consigo dos maletas de tamaño grande, recién compradas. El comedor empezaba a oscurecerse con las sombras del atardecer. Alejandro encendió una lámpara.

–Ya he acabado los exámenes. Estuve estudiando en casa de unos amigos, por eso no he podido venir por aquí. Quizá tendría que haberte avisado.
–Me faltaba poco para avisar a la policía.

Se quitó la bufanda y la chaqueta, y las arrojó despreocupadamente sobre un sofá. Arrastró las maletas hasta su habitación y volvió al comedor.

–Mañana me voy de vacaciones. He comprado un billete para California. Necesito quitarme todo el estrés de los exámenes.
–¿Te vas a California?
–Eso he dicho, ¿no? –me dijo, guiñando un ojo–. Calculo que estaré fuera un par de semanas, como mucho tres. No te preocupes, dejo pagado el alquiler de todo el mes.

Se fue al día siguiente. A partir de su marcha, el verano transcurrió para mí como una línea de serenidad y paz continua. Las últimas extravagancias de Alejandro habían generado de nuevo una distancia entre nosotros, esta vez reafirmada por mis dudas sobre su salud mental. Estuve solo en el piso durante dos semanas, en las que aproveché su ausencia para organizar pequeñas fiestas o, simplemente, disfrutar de la desaparición de las tensiones que habían marcado nuestra relación. Finalmente, yo mismo marché de vacaciones. Contemplé el regreso al piso, y la compañía de Alejandro, como una carga incómoda. Consideré seriamente la posibilidad de cambiar de vivienda en cuanto volviese. Sólo tomé conciencia de lo duro que iba a ser acostumbrarme de nuevo a la normalidad cuando, tres semanas después, abrí la puerta del piso y escuché música desde dentro. Alejandro se encontraba allí. Intenté sonreír. Estaba reclinado en el sofá. Tenía la piel morena y vestía con una camisa de flores hawaiana y unas bermudas.

–Vaya, veo que las vacaciones te han sentado genial.
–¿Genial? ¡Más que eso! Mi vida ha cambiado por completo.

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